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"¿Que culpa tengo yo, de tener la sangre roja y el corazón a la izquierda?"

Del cortesano que traicionaba hasta su propia sombra


Por... Armando Zambrano <Facebook > 

En verdad, cuando fuimos enterados de la existencia de las Crónicas del dictador y los meandros del poder, fue tal nuestra fascinación que nos embriagamos recorriendo, frase a frase, su totalidad. Junto al latinista, el agrimensor, el filósofo y uno que otro espíritu de saber, nos dedicamos, durante muchas horas, a extraer el sentido que allí se había posado. En las lecturas que nunca estuvieron ausentes de un buen vino comprendíamos cómo el dictador reflejaba las barbaries del poder. Su poder era un espejo sin imagen pues en los cortesanos, duques, príncipes, duquesas, bufones, parlanchines y uno que otro abad se tejía la maldad. Entre las más de seiscientas hojas que tan sabiamente conservó para la historia Don Fernando Zalamea y del Castillo, encontramos esta que narra de cómo un cortesano traicionaba hasta su sombra. 

Allí se lee lo siguiente: “soy del linaje de Don Federman y Montesinos, del cual se destila lo más claro de los cielos, cuya cabellera se enrosca como serpiente encrespada i la piel es menos que un rubí. Nunca hubo sino pureza en nuestra piel pues de mezclas nunca supimos. De mis ojos explota el relámpago de la bondad i de mis manos el horizonte de la pulcritud. Las esmeraldas que tanto fascinó a mis ancestros se incrustaron en mis ojos. Heredé de mis ancestros, cuyo territorio entra hasta allí donde las olas pierden su gramaje, el verbo salvador i el poder de lo absoluto. Mis títulos nobiliarios los granjeé en terribles luchas i la letras fueron siempre mi pasión. Mi voz tiene el eco de las corrientes cruzadas de ventiscos i si por alguna razón no soy devoto sino del Rey pues ninguna cruz, más que la de mi noble linaje, me salvará de mis pasiones es porque sólo al Rey debo mi devoción. Mi linaje me hizo noble heredero de las pasiones del poder. Mis luchas fueron siempre vientos i mi ballesta, arcabuz i flecha son los gritos que derrumban muros. Debo decirte que sí en la montaña cae el relámpago, allí saltaré con mi ejército de bondades para atraparlo e impedir algún sufrimiento de mi Rey. De mis ojos i mis manos cae la fuerza de mi linaje i mis letras de lo recto las espongo como versos. Ay de mi linaje si por algún motibo caigo en la pedantería porque sólo el grito relampaguea en los espíritus de obediencia y sumisión. Si mi lema es el Rey i de él los poderes que usufructe, no es pecado divino sino obediencia fiel i cruel. Mi grito enrosca lo más turbio de las eidades, mi frónesis está en el poder. Que se esquive el bien supremo porque solo de poderes tengo el arrebato de su esencia. Hay de aquel cuya ironía enturbie mi camino porque mi látigo de hechicería caerá sobre su pecho. Sólo defiendo causas de poder i mi ruego siempre es la avaricia de algún destino. Nunca llegué al trono pues dispuesto estuve a servirle a mi Rey. De viajes i tropeles soy i doy cuenta a mi linaje porque lo blanco siempre es el resultado de todos los colores. Defiendo a quien lo solicita i en los tropeles de caballeros siempre ganancia obtengo más si es de plebeyos mi provecho se triplica. Este fue, señor mi lema i mi intriga que hoy le narro para que sepan todos que no hay Corte sin traición ni poder sin ipocrecia. Si e de vender al buen cortés mi virtud i mi nobleza sólo será para salvarle a vusted mi supremo Rey. Recordad que hubo quien le antecedió i le serví de la mismisima forma que hoy su majestad se pliega ante mis pies por el bien de mi señorío. Mi sombra no es impedimento para salvar este feudo i si tengo que avasayarla solo será para el bien de los Supremos. Honor a Don Federman y Montesino de quien heredé su más fiel principio: poco importa si me traiciono, lo importante es el Rey pues no hay mejor placer que la sutilesa de una buena estratagema; lo importante es ganar incluso si debo traicionar mi propia sombra. 

Tal fue nuestra sorpresa que no paramos de reír. Era la verdad del poder lo que allí se mostraba y de cómo es posible ser cortesano siempre y cuando se traicione. Me dijo el latinista que no había ningún problema pues el Kurion encerraba su propio muthos. Se refería tan sagrado espíritu a la revelación de la esencia de la fábula y su mímesis. Aprendí junto a él que la herencia del poder residía en la torcedura doble del verbo. Quien habla no necesariamente cifra su verdad aunque la verdad sea intriga para el que la escucha. Esta regla funcionaba entre cortesanos. La Corte Alta escuchaba sin reparo la verdad mentirosa del poder y la de Aplausos ensalzaba el odio con gestos cuya mímesis era la defensa del poder y su trono de estiércol. En esta misma crónica logramos descifrar lo siguiente: 

potestatem habere vos postulo scio omnes rident et hypocrisis unde virtus. 
Inimicus meus vere prodidit umbra mea ego id tantum 

Para ganar el poder hay que saber reír y toda hipocresía es fuente de poder. 
Mi verdadero enemigo es mi sombra solo debo traicionarla para poder triunfar 

No pudimos comprender si esta frase que aquí transcribimos es del Cortesano que traicionaba hasta su sombra o la del Rey que en verdad era un dictador 

Quia pavor invadit me infirmus pedibus meis verbum eorum arma et esse lutum.Summo deorum noctis venit sine solutione duplici proditione me 

El miedo me invade pues mis pies son de barro y mi coraza se debilita con sus palabras. Supremo de los dioses, que la noche llegue sin que la traición me pague doble 

Tal fue el ruego ante el nauseabundo verbo del traidor. No era menos el temor pues había traicionado a quien lo había ungido con las más exquisitas letras. De éste había aprendido a obedecer sin reparar y marchar sin importarle si la sed lo laceraba en llamas. El cortesano quien se había opuesto a otros reyes ensalzándolos primero, luego abrazándolo y, finalmente, traicionándolo, infligía en el dictador toda clase de miedos. Aquel había brotado de las más temibles luchas y fue allí donde aprendió el arte de la traición. Pues no hay poder sin traición como no hay lucha sin placer. Lo más humano, me dijo el filósofo que no paraba de reír, era la traición; en ella residía la imposibilidad del hombre de ser Dios. El agrimensor nos habló del poder y su territorio no sin antes advertir que sólo hay territorio allí donde el poder brota pues ninguna felicidad se gana en la sola imaginación y el latinista nos advirtió: seguramente más adelante encontraremos una frase de este modo: el miedo es la faz de mi delirio. Timor magis sit faciem delirieum.

De hechicerías, brebajes y demonios

Por... Armando Zambrano <Facebook > 

Don Fernando Zalamea y del Castillo guardó por casi cerca de un siglo estas crónicas sobre el dictador. En un baúl las conservó celosamente y allí apiladas fueron tornándose amarillas o violetas. Hubo necesidad de un curador para extraer cada frase y de un latinista para interpretar la caligrafía con su sentido. Eran más de seiscientos folios cuya tinta de venado fue perdiendo la fuerza con el tiempo. En algunos de sus bordes se encontraron secretos de hechicerías, demonios y brebajes. Hildalgo caballero, no paraba de narrar la única batalla que libró. Fue en los extensos bosques del Aljurrí allí donde se cruzan dos caudalosos e imponentes ríos; el alhumar y el algadaba. Así los bautizaron las cabezas de donde se desprende el linaje del dictador. El misterio de la pata de cobre y los tres dedos de tripa de buey de Don Fernando Zalamea y del Castillo tiene su origen en los socorros del plebeyo. La pata fue templada con piedras al rojo vivo extraídas del alhumar, los dedos fueron puestos al sol hasta que alcanzaron la forma sin sus uñas. 

En una de las crónicas se lee que aquella noche cuando el dictador aniquilado por el pánico, viendo su corte de aplausos silenciar el acorde, se quedó mirando fijamente a la única guacamaya negra que había en el Salón de los Ancestros. Su mirada fue tan fría que le robó su alma y desde entonces yace allí disecada. El secreto lo aprendió de aquella mujer, la única que tenía los cabellos de alambre cobrizo y la nariz como una pata de arracacha. El la buscaba al lado de la Abadía; se escondía en una capa de esas que usan los agustinos descalzos y embriagaba de amor su ego. Nunca siquiera la mujer le dio un beso, ella lo acogía para extraer de él sus secretos del poder. A cambio, la plebeya le enseñó cuanto sabía de hechicería. Le dijo que por ejemplo, para dominar a bribones, cortesanos, parlanchines y bufones sólo requería tomar este brebaje. Un pelo de burro seco, dos alas de mosca azul, el ojo izquierdo del zancudo verde, una pisca de grasa de marrano joven y tres pelos de culebra. Esto lo mezclaba con un líquido cristalino que no era agua pero sí lágrimas de colibrí. La agilidad del colibrí le daría las fuerzas para disecar cualquier maledicencia. Pero si quería conjurar las sublevaciones sólo requería consumir fuego de camaleón con agua del algadaba. Para controlar los chismes y otros desmanes de la consciencia sólo le bastaba con secar un rayo de fuego de dragón de dos cabezas. El dictador encontraba allí lo que sus ancestros le enseñaron. Y en verdad, los saberes de brujos, alquimistas y astrólogos fueron arrebatados por la ciencia. 

Más adelante dice la crónica que la guacamaya negra disecada por la mirada del dictador era una maldición y que pronto, muy pronto, la abadía caería en llamas, la torre derruida y cada escondrijo sería azotado por la plebe. Era cierto, Don Fernando Zalamea y del Castillo apuntó en uno de sus bordes que si de demonios se hablaba en el palacio había uno. Nunca se supo si en verdad fue la mujer nariz de arracacha su iniciadora, pues en la crónica se observa que esto lo aprendió en uno de sus viajes. Lo cierto es que la hechicería, brebajes y demonios no le ayudaron a salvar su alma cuando hubo de hundir sobre su pecho el aguijón de su delirio.

La Corte de aplausos y la angustia del dictador


Por... Armando Zambrano <Facebook > 

El viento había soplado más que de costumbre, los pliegues de la ventana no cesaban; el chirrido de las bisagras fue infinito. El palacio decaía; el tiempo había sido implacable y el imponente trono comenzaba a ser un asunto del pasado. La Corte de Aplausos hacia esfuerzos por llevar el acorde; en sus manos también podía verse la decadencia de la costumbre. Junto a él, junto a ellos, el fantasma rondaba; no hay palacio que no tenga su fantasma. La duquesa de la mentira, con su cuerpo cansado y la mirada ida, le hablaba al oído mientras sus ojos señalaban a la próxima víctima. Él, ya sin fuerzas, sólo asentía con la cabeza; su rostro marcaba el paso de la angustia. La Corte de Aplausos no paraba de aplaudir, el bufón reía y el príncipe caía presa de la ira; era incapaz de hacer reír. Sólo el hombre inteligente sabe que en la risa está la grandeza de su espíritu. El príncipe y la duquesa, sentados a diestra y siniestra del dictador miraban a los condenados. No era el dictador quien condenaba, sino quienes estaban sentados junto a él. Incapaz incluso de perdonar y fiel a sus prácticas medievales, el dictador no conocía el indulto. Mientras el festín de la arrogancia mostraba su esplendor, el dictador soñaba con una caballería, y mientras escuchaba el alarido del verdugo, imaginaba la limpieza de su ballesta. El vestido oscuro era su armadura, no tenía reina, ni pajes, su soledad era el delirio. Se creía Rey pero en verdad no era más que un dictador. 

La noche caí lentamente, el sol se había ocultado y la soledad del palacio era un eterno aplauso. Un gato negro, dos pájaros azules, una serpiente dorada, cuatro guacamayas rosadas, diez mariposas marrones y una lechuza de cristal aún permanecían erguidos. Por donde fuera, el dictador encontraba un abrazo; él sabía quién lo traicionaría pero aún así, pagaba con el mismo gesto. En las paredes del salón de los ancestros aún estaban los títulos nobiliarios, aquellos que él mismo imaginaba. El escudo de armas, la cabeza de jabalí, cuatro faroles y un gran sillón era el legado de sus ancestros. El dictador los miraba y su soledad era angustia. La angustia no tiene objeto, y la soledad es la suspensión del alma. Una vajilla de bordes dorados, con inscripciones de las guerras, yacía sobre lo poco que quedaba de la mesa. Los tapetes de hilos rojos aún conservaban los pasos de caballeros, príncipes y reinas. El salón de los ancestros, donde siglos atrás tantas conspiraciones tuvieron lugar, se resistía a la ruina. La decadencia no era sólo del dictador, también su trono de estiércol mostraba el paso de los siglos. 

¿Quién podría dar fe de aquel grito que brotó de la ruinas del palacio y se posó en el centro del Salón de los Ancestros? Sólo el caballero de la plebe, los arqueros del destino, las reinas de la sabiduría y los hechiceros de la suerte, sabían escuchar el alma del grito. La voz es un gran grito y la mirada la condensación de su sonido. El grito volvió iracundo al dictador. En su soledad, levantó sus manos para impedirlo. Fue justo allí cuando la duquesa y su príncipe salieron en estampida, corrieron a guarecerse en la Corte de Aplausos. Era el comienzo de la traición. Recuerdo que después de muchos siglos la noche tuvo su tranquilidad y una densa calma invadió todo escondrijo del palacio; el dictador lloró su soledad y como escorpión acorralado por las llamas, apuntó su aguijón sobre su pecho. De él sólo queda el recuerdo de una juventud hostil y la maldad de su conocimiento. No hubo necesidad de soplar sobre sus pies, la ruina de su poder era el arma del arquero. Aquella noche, la plebe alcanzó su libertad.

La higienización ideológica en la institución de cultura

Por... Armando Zambrano <Facebook > 

El Dictador tiene miedo y no resiste que se le mire a los ojos ni que el grito replique fuera de los muros. Crea encierros para conjurar la sublevación. Pero el grito sale y crea un tormento que su espíritu busca aplacar. Se esconde siempre, nunca mira de frente; ríe falsamente y camina como si se tratara del vestido del emperador. Tiene miedo porque su incapacidad intelectual lo hace ver diablos y hechicerías allí donde no las hay. Su miedo se traduce en la fuerza bruta, en el garrote, en las normas de un código atroz. Incapaz en su miedo, desempolva la norma que siempre durmió en las manos de los otros. Recurre a los artificios jurídicos para aplicar lo que su incapacidad intelectual le impide pensar y ver. El dictador es bruto e inepto por naturaleza y su inteligencia sólo la aplica para perseguir. En la persecución reside el ejercicio del poder. Al escuchar el grito, su espíritu se retuerce de ira, no soporta el ligero viento de la crítica ni la suave caricia de una idea progresista. Tiene miedo y se esconde en el aplauso mentiroso de la corte. Voltea la mano para palmotear. El dictador cae presa del pánico y lanza enristre busca limpiar la impureza que él mismo ayudó a sembrar. El dictador no duerme pues su delirio lo vuelve ciego y lo aparta de lo humano; se hace máquina. Despojado incluso de su moral divina, ve en los otros la proyección de sus miedos. Azaroso en su hablar, se presenta como el paladín del orden. Tiene miedo de su libertad, diría Fromm. 

El orden es propio del dictador; no soporta que otras formas de estar puedan coexistir y regular la esencia misma de la institución. A ésta la toma como su objeto de deseo. El miedo del dictador está en la falsa propiedad de la institución; incluso se inventa persecuciones allí donde no las hay. Como si fuera Dios, se dirige a la multitud con frases de terror presentándolas como bellos horizontes e idílicos paraísos. El dictador no resiste su soledad y siempre cree arreglarles el mundo a los otros. Su poder es falso, débil y mezquino porque siempre se dirige a la gestión de la vida del otro. La vida de los otros es su pasión no para crecer sino para guarecerse de sus demonios.

Todo su delirio se resume en la higienización ideológica. Limpieza que comienza con un discurso sobre el orden y el progreso o con formas ideológicas que apuntan a la construcción del futuro del otro. Incapaz de pensar su propio futuro, proyecta la decepción en la figura del otro. El dictador es proclive a la higiene, a la limpieza, al orden; toda bacteria le produce terror pues sus manos no soportan la grandeza de lo contrario. Higieniza sobre el terror, infunde miedo y todo aquel que se levante terminará en la Santa Inquisición. La higiene es su obsesión; el orden, su delirio y la regla, el misterio de su miedo.

El dictador no comprende que la institución de cultura es la lucha contra el miedo, el lugar del pensamiento y la gimnasia de la crítica. Para él, la institución de cultura es peligrosa porque allí se piensa. Pero él sabe que a mayor persecución mayor es el riesgo de perder el poder. Y sabiéndolo, persiste en el ejercicio de la crueldad; éste es su delirio y la piedra que lo aplastará. Sólo hay que resistir, pues el miedo del dictador es la victoria de la bondad, el triunfo de la heteronomía y la virtud del luchador. Nos levantaremos contra el dictador y su corte de aplausos. Sólo soplemos en los pies de barro del dictador y él caerá.

El miedo del dictador

1ra Crónica: El miedo del dictador



Por... Armando Zambrano <Facebook > 

La inquisición legó en la historia de la humanidad una práctica terriblemente inhumana y todo consistía en atacar al “hereje”. La palabra herejía, base fundamental de este Tribunal de Oficio, es una derivación del término griego que significaba “elegir” “querer”, escoger”. El Tribunal de oficio de la Inquisición fundaba su acción en las simples denuncias sin fundamento. Se atacaba la supuesta hechicería y toda práctica contraria a los preceptos de la Sagrada Institución Católica. La herejía se clasificaba en varios delitos: apostasía a la fe, blasfemias, Cismas, Adivinanzas y hechicerías, evocación de brujerías, ensalmos y demonios, delitos cometidos por los no sacerdotes cuando celebraban misa o confesaban sin tener la investidura para hacerlo, etc. Un código de hecho, cerrado, temeroso de la verdad o de la libre práctica se impuso y con ello surgieron los más crueles castigos infligidos al denunciado. El Tribunal de la Santa Inquisición fue una máquina de terror cuyas prácticas generaron diversos métodos de tortura física. El Nombre de la Rosa, hermosa película cuya trama es la búsqueda del libro de Aristóteles: Poética -sobre la risa- ilustra perfectamente la función de dicho Tribunal. En grandes líneas, esta maravillosa película muestra cómo una Abadía benedictina italiana del siglo XIV cae presa del pánico por la muerte misteriosa de uno de sus monjes. El libro de Aristóteles está en el centro de la causa de la extraña muerte de varios monjes. Esta bella película dirigida por Jean-Jacques Annaud muestra cómo la risa era considerada una puerta para burlarse de los infieles. El monje ciego en la película consideraba que la risa no era más que la apertura para el pecado. Este hecho se tradujo como un delito para la Iglesia, pues fuera de la religión no se admitía ninguna libertad de pensamiento. Al final, el Tribunal de la Inquisición condenó, torturó despiadadamente y la biblioteca se prendió en llamas… arde la Abadía… En nuestro país, precisamente en la Plaza Bolívar de Cartagena de Indias, se encuentra el Palacio de la Inquisición. En uno de sus costados, volteando la esquina, hay varias ventanas circulares con barrotes. Allí se lee que por una de estas ventanas se denunciaba a los herejes. Podía darse que si alguien tenía un enemigo una forma de aniquilarlo era denunciándolo falsamente. La hoguera, el martirio, la horca no fallaban.

De este Tribunal de oficio aprendieron rápidamente los dictadores. La tortura psicológica, la flagelación física, la persecución ideológica y en general, la práctica del terror. Sólo se requiere ver detenidamente el oleo de Munch –el grito- para ver la crueldad de la persecución. Pero lo que hay allí, en el fondo del inconsciente, es el miedo del dictador. Precisamente porque la libertad de pensar desgarra su ego, le genera pánico y cae presa del delirio de grandeza. Los dictadores son mediocres en sus formas de vida y aducen títulos que ellos mismos son incapaces de poseer. Se presentan como incólumes frente a las mayorías y obedece sin reflexionar ni pensar. Su estructura social está armada sobre ejes de terror y padece de insomnio. Su moral está adornada con el garrote y cree profundamente en el verbo divino. Para ejercer el poder, del cual él es consciente que pronto lo aplastará, el dictador se aferra a las más temibles prácticas de persecución. Iracundo en su forma de decir públicamente la debilidad que lo carcome, el dictador ríe falsamente. Para ver la grandeza de una lucha es justo y necesario detenerse a ver el miedo del dictador.