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"¿Que culpa tengo yo, de tener la sangre roja y el corazón a la izquierda?"

La Corte de aplausos y la angustia del dictador


Por... Armando Zambrano <Facebook > 

El viento había soplado más que de costumbre, los pliegues de la ventana no cesaban; el chirrido de las bisagras fue infinito. El palacio decaía; el tiempo había sido implacable y el imponente trono comenzaba a ser un asunto del pasado. La Corte de Aplausos hacia esfuerzos por llevar el acorde; en sus manos también podía verse la decadencia de la costumbre. Junto a él, junto a ellos, el fantasma rondaba; no hay palacio que no tenga su fantasma. La duquesa de la mentira, con su cuerpo cansado y la mirada ida, le hablaba al oído mientras sus ojos señalaban a la próxima víctima. Él, ya sin fuerzas, sólo asentía con la cabeza; su rostro marcaba el paso de la angustia. La Corte de Aplausos no paraba de aplaudir, el bufón reía y el príncipe caía presa de la ira; era incapaz de hacer reír. Sólo el hombre inteligente sabe que en la risa está la grandeza de su espíritu. El príncipe y la duquesa, sentados a diestra y siniestra del dictador miraban a los condenados. No era el dictador quien condenaba, sino quienes estaban sentados junto a él. Incapaz incluso de perdonar y fiel a sus prácticas medievales, el dictador no conocía el indulto. Mientras el festín de la arrogancia mostraba su esplendor, el dictador soñaba con una caballería, y mientras escuchaba el alarido del verdugo, imaginaba la limpieza de su ballesta. El vestido oscuro era su armadura, no tenía reina, ni pajes, su soledad era el delirio. Se creía Rey pero en verdad no era más que un dictador. 

La noche caí lentamente, el sol se había ocultado y la soledad del palacio era un eterno aplauso. Un gato negro, dos pájaros azules, una serpiente dorada, cuatro guacamayas rosadas, diez mariposas marrones y una lechuza de cristal aún permanecían erguidos. Por donde fuera, el dictador encontraba un abrazo; él sabía quién lo traicionaría pero aún así, pagaba con el mismo gesto. En las paredes del salón de los ancestros aún estaban los títulos nobiliarios, aquellos que él mismo imaginaba. El escudo de armas, la cabeza de jabalí, cuatro faroles y un gran sillón era el legado de sus ancestros. El dictador los miraba y su soledad era angustia. La angustia no tiene objeto, y la soledad es la suspensión del alma. Una vajilla de bordes dorados, con inscripciones de las guerras, yacía sobre lo poco que quedaba de la mesa. Los tapetes de hilos rojos aún conservaban los pasos de caballeros, príncipes y reinas. El salón de los ancestros, donde siglos atrás tantas conspiraciones tuvieron lugar, se resistía a la ruina. La decadencia no era sólo del dictador, también su trono de estiércol mostraba el paso de los siglos. 

¿Quién podría dar fe de aquel grito que brotó de la ruinas del palacio y se posó en el centro del Salón de los Ancestros? Sólo el caballero de la plebe, los arqueros del destino, las reinas de la sabiduría y los hechiceros de la suerte, sabían escuchar el alma del grito. La voz es un gran grito y la mirada la condensación de su sonido. El grito volvió iracundo al dictador. En su soledad, levantó sus manos para impedirlo. Fue justo allí cuando la duquesa y su príncipe salieron en estampida, corrieron a guarecerse en la Corte de Aplausos. Era el comienzo de la traición. Recuerdo que después de muchos siglos la noche tuvo su tranquilidad y una densa calma invadió todo escondrijo del palacio; el dictador lloró su soledad y como escorpión acorralado por las llamas, apuntó su aguijón sobre su pecho. De él sólo queda el recuerdo de una juventud hostil y la maldad de su conocimiento. No hubo necesidad de soplar sobre sus pies, la ruina de su poder era el arma del arquero. Aquella noche, la plebe alcanzó su libertad.

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