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"¿Que culpa tengo yo, de tener la sangre roja y el corazón a la izquierda?"

La higienización ideológica en la institución de cultura

Por... Armando Zambrano <Facebook > 

El Dictador tiene miedo y no resiste que se le mire a los ojos ni que el grito replique fuera de los muros. Crea encierros para conjurar la sublevación. Pero el grito sale y crea un tormento que su espíritu busca aplacar. Se esconde siempre, nunca mira de frente; ríe falsamente y camina como si se tratara del vestido del emperador. Tiene miedo porque su incapacidad intelectual lo hace ver diablos y hechicerías allí donde no las hay. Su miedo se traduce en la fuerza bruta, en el garrote, en las normas de un código atroz. Incapaz en su miedo, desempolva la norma que siempre durmió en las manos de los otros. Recurre a los artificios jurídicos para aplicar lo que su incapacidad intelectual le impide pensar y ver. El dictador es bruto e inepto por naturaleza y su inteligencia sólo la aplica para perseguir. En la persecución reside el ejercicio del poder. Al escuchar el grito, su espíritu se retuerce de ira, no soporta el ligero viento de la crítica ni la suave caricia de una idea progresista. Tiene miedo y se esconde en el aplauso mentiroso de la corte. Voltea la mano para palmotear. El dictador cae presa del pánico y lanza enristre busca limpiar la impureza que él mismo ayudó a sembrar. El dictador no duerme pues su delirio lo vuelve ciego y lo aparta de lo humano; se hace máquina. Despojado incluso de su moral divina, ve en los otros la proyección de sus miedos. Azaroso en su hablar, se presenta como el paladín del orden. Tiene miedo de su libertad, diría Fromm. 

El orden es propio del dictador; no soporta que otras formas de estar puedan coexistir y regular la esencia misma de la institución. A ésta la toma como su objeto de deseo. El miedo del dictador está en la falsa propiedad de la institución; incluso se inventa persecuciones allí donde no las hay. Como si fuera Dios, se dirige a la multitud con frases de terror presentándolas como bellos horizontes e idílicos paraísos. El dictador no resiste su soledad y siempre cree arreglarles el mundo a los otros. Su poder es falso, débil y mezquino porque siempre se dirige a la gestión de la vida del otro. La vida de los otros es su pasión no para crecer sino para guarecerse de sus demonios.

Todo su delirio se resume en la higienización ideológica. Limpieza que comienza con un discurso sobre el orden y el progreso o con formas ideológicas que apuntan a la construcción del futuro del otro. Incapaz de pensar su propio futuro, proyecta la decepción en la figura del otro. El dictador es proclive a la higiene, a la limpieza, al orden; toda bacteria le produce terror pues sus manos no soportan la grandeza de lo contrario. Higieniza sobre el terror, infunde miedo y todo aquel que se levante terminará en la Santa Inquisición. La higiene es su obsesión; el orden, su delirio y la regla, el misterio de su miedo.

El dictador no comprende que la institución de cultura es la lucha contra el miedo, el lugar del pensamiento y la gimnasia de la crítica. Para él, la institución de cultura es peligrosa porque allí se piensa. Pero él sabe que a mayor persecución mayor es el riesgo de perder el poder. Y sabiéndolo, persiste en el ejercicio de la crueldad; éste es su delirio y la piedra que lo aplastará. Sólo hay que resistir, pues el miedo del dictador es la victoria de la bondad, el triunfo de la heteronomía y la virtud del luchador. Nos levantaremos contra el dictador y su corte de aplausos. Sólo soplemos en los pies de barro del dictador y él caerá.

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